Pasé la noche del miércoles en la calle. Estaban incendiando mi barrio. El idealismo nacionalista movía a los jóvenes pirómanos, cuya única consigna parecía ser montar barricadas donde hubiera contenedores, prenderles fuego y marchar a otra parte. Algunos reían traviesos debajo de sus capuchas corriendo de un lado para otro, como si jugaran, largándose sin esperar a las cargas. 

Recorrí mi barrio. En la calle casi habían desaparecido los adultos. Solo algunos bajaban en bata de sus casas con cubos de agua para apagar unos contenedores cuyas llamas se estaban contagiando a los árboles y a los coches aparcados y se acercaban peligrosamente a las viviendas. No vi enfrentamientos con la policía, sino sólo una fiesta de sombras chinescas vestidas de negro.

Mi barrio, habitualmente, es precioso y tranquilo, burgués. Los embozados lo sabían. En la calle Nápoles, donde hace unos meses fui a hacerme una copia de las llaves de mi casa, un encapuchado le dijo a otro, “yo vivo ahí”, y echó un vistazo a unos balcones como si le hiciera ilusión que pudieran asomarse sus padres. Nadie me decía nada ni me miraba.

Pasaban las horas. La Diagonal estaba repleta de hogueras donde se cruza con la calle Mallorca: los dueños de los restaurantes habían echado la persiana; los camiones de bomberos venían a apagar el fuego, pero, en cuanto se iban, los chicos volvían a buscar contenedores que usar como combustible para nuevos incendios.

La sensación de impunidad era total, y me contagió. Sobre las 12 de la noche perdí el miedo a ser increpado. Empecé a pasear más cerca de las hogueras, de los encapuchados. Pude sentir algo parecido a su alegría destructiva (la televisión ha mostrado  a jóvenes saltando en bicicleta por encima de las hogueras para divertirse el jueves por la noche).

En un momento dado, me senté a descansar en la terraza de un pub de la calle Bailén a contemplar el espectáculo. Era increíble: a dos manzanas todo ardía, y ni siquiera levantaban la terraza. Pedí una cerveza y el dueño del pub me la trajo. Los jóvenes pasaban corriendo y mirando para atrás. Y de pronto, sin mediar palabra, el dueño empezó a recoger las mesas a toda prisa.

Un minuto antes estaba en la terraza y de pronto me encontré encerrado en el pub mientras el dueño bajaba la persiana con estrépito. Un hombre furioso gritó que no le habían dejado entrar en otro bar para protegerse, y que pensaba reventarles el negocio en cuanto saliera. Allí dentro, creo, fue donde alguien nos contó que Torra acababa de decir en la tele que los destrozos los causaban infiltrados. Algunos de los encapuchados que se habían metido en el bar empezaron a reírse a carcajadas. Cinco minutos más tarde, la algarada se había ido a otra parte y el dueño volvió a levantar la persiana.

Los ataques del miércoles por la noche  fueron perpetrados con impunidad, nocturnidad y alevosía (hasta hoy sólo 4 detenidos han sido enviados a prisión en Barcelona).

Algunos jóvenes llevaban puesta la estelada a la espalda. Una bandera con la que la casta más corrupta del país ha persuadido a los jóvenes de que están de su parte. Una falsa bandera que, como todas las demás, sirve a los que aplican recortes, precariedad y robo, para prometerles un falso futuro de libertad.

Adónde nos llevarán mañana esas banderas es algo que ninguno de los pirómanos puede decirnos. Pero qué bonito, qué constructivo, qué revolucionario sería si quemasen banderas en vez de contenedores.

(Extracto. Adaptación libre)


Imágenes: Rt.com|La Vanguardia| republica.com

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/sociedad/espana-is-not-spain/2019-10-17/disturbios-barcelona-independencia-proces-cataluna-quim-torra_2287559/

 

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