Desde pequeños nos educan para tener opinión sobre todo. Nos enseñan a ver las cosas de un color determinado: blanco o negro; verdadero o falso; afirmativo o negativo; a creer o a no creer… si naces en España profesarás la religión católica, en Arabia la mahometana, etc.
En definitiva nos inculcan que debemos albergar un punto de vista concreto sobre cualquier aspecto de la vida y que no hacerlo así es malo. Por ello tendemos a rechazar la duda y la indefinición, y nos aferramos a la primera explicación que nos ofrecen para sentirnos seguros. Verdades que no solo nos protegen de la incertidumbre, sino que cuentan además con el respaldo de la mayoría y nos ayudan a ser aceptados por ella.
Una consecuencia de esa postura es el partidismo (que deriva fácilmente en sectarismo y fanatismo), que hace que nos quedemos sólo con lo que nos favorece nuestras propias posiciones. Tendemos a apoyar nuestra opinión con hechos, imágenes, datos y estadísticas que corroboran lo que pensamos, despreciando e ignorando los que lo refutan. Así, aunque la realidad demuestre que no es cierto lo que creemos o pensamos, no produce el más mínimo efecto en nosotros. Nos resbala.
Y esas certezas a las que nos abrazamos como a un clavo ardiendo, suelen ser lo que podríamos denominar “verdades oficiales”, que se nos venden como las más fidedignas y respetables, porque vienen bendecidas por la autoridad y con todos los permisos en regla.
Una vez programada ideológicamente nuestra mente, cualquier idea o concepto que escape de lo comúnmente admitido, es atacado con saña. Se trata de una reacción automática contra lo que se sale del redil; un mecanismo colectivo de autodefensa que se moviliza contra cualquier elemento que lo pone en cuestión, como hacen los anticuerpos de un organismo con los gérmenes patógenos.
Generalmente la reacción de los que actúan como “anticuerpos del sistema”, es irreflexiva y acrítica, propia de las personas que se niegan a abrir los ojos a diferentes puntos de vista, o a considerar las cosas desde otra perspectiva, y que se creen en posesión de la verdad. Una verdad por descontado, sin fisuras ni matices, que no admite oposición alguna, como sucedió con “el sol gira alrededor de la tierra”, solo que ahora quemamos al disidente verbalmente en vez de con madera. Pero quienes hoy se comportan así, son los mismos defensores de la fe verdadera que en otra época denunciaron y mandaron a la hoguera a brujas y herejes.
Son los típicos individuos inmunes a la duda, que saben que la razón está siempre de su parte, y que, cuando alguien se atreve a plantear una hipótesis alternativa a la suya, arremeten agresivamente contra ella y su autor, descalificándoles y tildándoles de dementes, sin pararse a reflexionar. Lo mismo que se niegan a abrir los ojos a realidades incómodas, y huyen como de la peste de cualquier indicio que apunte en otra dirección, por sospechoso que sea. Su mayor problema es que, aunque sus opiniones y pensamientos no sean suyos, se creen que piensan con su cabeza.
Como ser un espíritu libre y pensar por cuenta propia, se paga socialmente, poca gente se anima a serlo. Cualquier teoría que contradiga la corriente mayoritaria, se califica automáticamente como desvarío, desatino o falsedad, y se la ridiculiza y demoniza, tildándola de “conspiranoia”, y etiquetando a sus partidarios como chiflados. Algo que sucedió por ejemplo, con los ovnis, negando su existencia, hasta que la Marina de EEUU publicó tres videos al respecto.
A la vez que se ha disparado vertiginosamente el volumen de información, ha crecido en igual o mayor medida el número de disparates, bulos y tonterías que proliferan y campan a sus anchas en internet y las redes para generar confusión y desacreditar a los discrepantes.
Los partidarios del estatus quo invierten enormes cantidades de energía en combatir a cualquiera que ponga en duda el “mundo seguro” que rige su mente, defendiendo la necesidad de protegerlo y mantenerlo invariable contra viento y marea. Una de sus bestias negras son las “teorías de la conspiración”, a las que combaten por principio sin tan siquiera entrar a considerar su verosimilitud, porque provienen de personas o medios “no serios”. Como si desconocieran la labor de ocultación que hicieron durante décadas esos mismos medios haciendo publicidad de las compañías tabacaleras y ayudándolas a negar el cáncer que provocaban. Pero, para los que se refugian en ellos, todo lo que escapa de lo “normal”, son “delirios conspiranoicos”.
Así, rechazan sin contemplaciones las conspiraciones actuales, mientras aceptan las del pasado, como el sabotaje con explosivos del crucero Maine, atracado en la Habana, que le sirvió a Estados Unidos de excusa para declarar la guerra a España en 1898 y arrebatarle Cuba, Filipinas y Puerto Rico; o el incendio del Reichstag Alemán, perpetrado por los propios nazis, pero atribuido a los comunistas, que sentó las bases del régimen de Hitler. Maquinaciones históricas que obviamente fueron calificadas como “conspiranoicas” en su época.
Los que no dejan un resquicio para la duda razonable, y excluyen por sistema cualquier otro punto de vista diferente del suyo, no entienden que la información es poder, y que para que una minoría controle al grueso de la población, solo puede hacerlo por dos vías: mediante la fuerza bruta (en dictadura), o mediante el engaño (en democracia).
El poder debería ser sospechoso por definición porque siempre tiene cosas que ocultar… ¿acaso revela un mago sus trucos, un comerciante sus mentiras, una empresa sus ilegalidades, un político sus intrigas, o un estado sus secretos?
¿Quién tiene razón?, ¿el que sospecha de todo, o el que se lo traga todo?, ¿y en esa tesitura, cuál es la actitud correcta?
Evidentemente, ninguna de las dos posturas es sana. Admitir como válida cualquier teoría conspirativa por insostenible e ilógica que sea, resulta tan absurdo como aceptar ciegamente la verdad oficial. Dudar razonablemente de quien organizó el atentado del 11- S, no significa creer que la tierra es plana. Una cosa es tener una visión crítica y escéptica de la realidad, y otra funcionar con una estructura mental paranoica.
Necesitamos abandonar la pereza mental y empezar a ver las cosas por nosotros mismos. Conviene no olvidar que los grandes grupos de poder cuentan con comités de expertos denominados «think tanks» (o tanques de pensamiento), que se dedican a planificar acciones y estrategias para conseguir objetivos poco o nada limpios que no hacen públicos. Son conspiradores profesionales, muy bien remunerados, a los que se les paga tanto dinero por conspirar en favor de sus amos.
(Extracto. Adaptación libre)
Imágenes: Telemadrid.es|conicaglobal.elespanol.com|psicoactiva.com|pcactual.com| milesdefrases.com
La Caja de Pandora, Rafapal… sólo he leído dos artículos del blog y ya he visto dos de las mejores fuentes de información de internet. Verosímiles, neutras…
Fuentes únicas contribuyen al pensamiento único. Coincido sin embargo contigo en que algunas son más fiables que otras, pero aún así, como bien sabes: «lo que es cierto, es cierto, lo diga Agamenón o su porquero».
Me preocuparía más que lo que fallara fuera el contenido, y no las fuentes.