Resulta enormemente significativo que el distinguido profesor Hayek, defensor acérrimo de la libertad, proclamase su apoyo incondicional a un dictador tan sanguinario, corrupto y siniestro como el general Pinochet, al afirmar que:

– Cuando no existen reglas, alguien tiene que hacerlas. Una dictadura puede ser necesaria durante un cierto período de tiempo como forma de instaurar una democracia estable, limpia de impurezas… (¿los más de 30.000 chilenos asesinados en el golpe de Estado quizás?).

La mejor manera de defender la libertad según su criterio es imponerla a sangre y fuego. Sus declaraciones prueban que prefiere la legalidad surgida de las armas a la elegida por la mayoría de los ciudadanos, cuando éstos tienen la desgracia, o cometen la imprudencia, de desviarse de la buena senda. Pero no se trata aquí de juzgar tanto sus posturas políticas, como sus postulados ideológicos.

El gran apóstol de la libertad del siglo XX, inició su fervorosa cruzada neoliberal en 1947, recién terminada la segunda guerra mundial, cuando fundó la Mont Pelerin Society, un elitista laboratorio de ideas o think thank que a lo largo de su historia ha contado en sus filas con 8 premios Nobel de Economía, desde él propio Hayek que fue su primer presidente, hasta los no menos afamados Milton Friedman, George Stigler o Gary Becker.

Desde el primer momento, ese selecto y exclusivo club de cerebros se consagró, financiado por la fundación William Volker Fund, a expandir las bases ideológicas de la revolución conservadora a lo ancho y largo del globo, desplegando una febril actividad que con el paso del tiempo se revelaría como una de las inversiones más rentables del capitalismo contemporáneo.

Desde tan privilegiado púlpito, Hayek estuvo impartiendo su lección magistral a la humanidad durante más de cincuenta años predicando que:

–  Una dictadura se puede poner límites a sí misma y resultar así más liberal que una democracia totalitaria… (porque sabido es que lo característico de las dictaduras es la contención, no los abusos). La democracia solo cumple una función higiénica: asegurar que los procesos políticos se conducen correctamente y permitir a la gente impedir que el gobierno haga ciertas cosas. Pero la democracia no es un fin en sí misma, sino que constituye tan solo un instrumento al servicio de la libertad, por lo que de ninguna manera tiene la misma categoría que ella. Desgraciadamente, la libertad está hoy gravemente amenazada por el afán de la mayoría, compuesta por gente asalariada, de imponer sus criterios y opiniones a los ʻdemásʼ.

A Hayek le preocupaba mucho la opresión de la minoría rica por parte de los trabajadores, pero nada en absoluto la de éstos por parte de la élite. Está claro quién merecía todas sus simpatías. Y es que la gente común supone un serio peligro para la libertad. Que los asalariados pretendan participar en los asuntos de la sociedad, constituye una injerencia intolerable y un atentado contra la buena marcha de las cosas. Los currelas han de dedicarse a lo suyo, a trabajar sin rechistar, y los ricos a mandar.

Al fin y al cabo, la libertad forma parte del patrimonio de los ricos (como todo lo demás) y sería imperdonable que se la dejasen arrebatar por un puñado de gentes inferiores, mano de obra a su servicio. Su problema es que se les acumula el trabajo, ya que “la necesidad de un poder capaz de garantizar la propiedad privada, propicia que los gobernantes tiendan a abusar de los poderes a ellos confiados”, lo que obliga a los ricos a controlar con pulso firme tanto al pueblo como al gobierno, ya que cualquiera de sus dos subordinados le pueden traicionar.

Solo la fuerza permite conservar la riqueza (el botín del vencedor), por lo que el poder no puede mostrarse débil ni hacer concesiones. Hayek, su portavoz autorizado, denuncia con sobrada razón que “los gobiernos se han convertido en instituciones de beneficencia”… solo que de los magnates, la banca y las grandes corporaciones (no de los ciudadanos), se le olvida añadir.

“Comenzamos domesticando al salvaje y debemos terminar domesticando al Estado”, propone como programa de acción. La coacción del gobierno es mala; la de los grupos de presión, estupenda. Nada resulta más perjudicial para la salud de la sociedad, señala Hayek, que “confundir el ideal democrático con la tiranía de la mayoría”.

Que la tiranía de la minoría es la buena. A la interminable legión de dictaduras militares, religiosas, económicas y de clase que en el mundo ha habido, nuestro experto en libertad agrega una nueva de su cosecha, marca de la casa y patentada por él: “la tiranía de las mayorías”… ¡Caramba!… ¿será que se han revolucionado las masas viendo fútbol, se habrán declarado en huelga de hambre para protestar contra la programación televisiva, o todavía peor, pretenderán quizás llevadas de su osadía sin límites, acceder a un trabajo estable y a unos ingresos suficientes que les permitan comer todos los días y vivir con dignidad? Esas gentes son insaciables, no como los ricos, y hay que meterlas en vereda.

La democracia, para no caer en el totalitarismo, tiene que tener límites; el mercado no. El peligro radica en los excesos de la sociedad y del gobierno, no de los individuos. Pero si aceptamos su tesis de que solo el individuo puede determinar lo mejor para él, habrá que convenir también  que solo la sociedad puede decidir lo mejor para ella. Más todo lo público repele a nuestro distinguido personaje que aplaude fervorosamente al estado que reprime a la mayoría, al tiempo que rechaza que se ponga coto alguno a las ambiciones particulares:

–  Déjenme llamar por los familiares nombres de altruismo y solidaridad a los instintos primitivos que funcionaron bien en el grupo pequeño, pero que en la sociedad civilizada estamos obligados a abandonar. El socialismo solo es la nostalgia de la sociedad tribal.

Cooperar es un anacronismo, un atraso. Hay que competir despiadadamente con nuestros semejantes. La selva representa el lugar de la competencia perfecta, donde, en la guerra de todos contra todos, el más fuerte impone su ley, sin freno ni traba alguna, llevando la selección natural hasta sus últimas consecuencias. Como debe ser.

La eficiencia se mide por el éxito en la depredación. Cuantas más presas caza un león, más eficiente es. En el mercado, como en la selva, cada competidor consigue lo máximo que su capacidad predatoria le permite. Ahora bien, trasplantar las normas de la jungla a la sociedad humana, nos aboca a una sociedad mil veces más salvaje y peor que la suya. Porque, al igual que entre las fieras las más feroces ocupan la cúspide, entre los humanos, la jerarquía en la predación pertenece a los individuos más ambiciosos y de menos escrúpulos, con el agravante de que los animales no conocen la ambición y en el momento que llenan su estómago, descansan y dejan en paz a sus presas, mientras que el hombre no sacia jamás su voracidad, y aunque le sobre alimento, no vacila en privar de él a sus congéneres, algo que ni la más sanguinaria de las fieras haría.

Convertir al individuo en juez supremo de sus fines”, en alguien que no rinde cuentas a nadie, significa hacer del egoísmo humano la medida de todas las cosas, y de su derecho a enriquecerse sin límites y de la desigualdad social la norma suprema de convivencia y la expresión máxima de su libertad.

Ser libre significa para Hayek estar liberado de sanidad, educación, trabajo fijo, comida o vivienda. Libres para explotar y ser explotados, para pisar y ser aplastados. Libertad como patente de corso que otorga a los pocos afortunados que ocupan la cúspide, disponibilidad absoluta para comprar y usar de las vidas de sus semejantes tasadas a su justo precio por el mercado. Bienvenidos a la república independiente del capital, donde “somos libres porque no dependemos de que otras personas nos aprueben”… ¿pero qué, sino eso, es tener que venderse y agradar todos los días al jefe?…  El mercado procura la misma libertad a los asalariados que las arenas del circo a los gladiadores romanos: el contrato del trabajador con su patrón se asemeja al de la gacela con el león; sabe que si se descuida un segundo, lo devorará.

¡Pero a cambio de esa mínima zozobra, qué hermosa es la miseria practicada en libertad, disfrutando a tope de la posibilidad de ser despedidos, humillados y malpagados!… De la intemperie a la caja de cartón, sin despreciar los pasillos del metro, las filas del paro o las montañas de basura del vertedero, el neoliberalismo brinda a los humanos infinitas oportunidades de situarse en la vida… ¡y qué tranquilo se muere uno por falta de atención médica o de accidente laboral sabiendo que el libre mercado lo ha dispuesto así!…  Curiosamente, “aunque el director general y el vagabundo son libres de vivir bajo el puente, solo uno de ellos lo hace”, como señala el científico Henry Laborit, recordándonos que la función de la libertad es favorecer el desarrollo de los seres humanos, no erosionarlo, idea que también corrobora Gandhi:

–  La causa de la libertad se convierte en una burla cuando el precio a pagar es la desnutrición y destrucción de quienes deberían beneficiarse de ella.

La única seguridad que importa a Hayek es la de los ricos, ya que a los demás la inseguridad nos hace más productivos. El patriarca del neoliberalismo reitera una y otra vez que no se puede tener todo, libertad y vivienda, libertad y comida, libertad y trabajo; ya que “la justicia social en una sociedad de hombres libres no significa nada, solo es una ficción que nadie sabe en qué consiste”, y especialmente para los 1.200 millones de personas que sustentan a diario su estómago vacío con una dieta de derechos humanos carente de calorías.

Esa “mano invisible” que dirige imparcialmente los asuntos humanos, solo existe en su imaginación calenturienta; ella sí que es una ficción y no la justicia social. De ahí que resulte tan difícil discernir qué porcentaje de delirium tremens, y cuanto de empanada mental, impregna sus teorías, acreditando que la cruda realidad no representa un rival de talla para un Nobel de su categoría.

No se precisa una mente tan aguda como suya para comprender que la justicia social pasa por asegurar unas oportunidades justas, equitativas, y unas condiciones de vida y laborales dignas a cada ser humano. La justicia social, como razona Christian Faber, consiste en “tratar de forma igual a los que son iguales y de forma desigual a los desiguales”; es decir, distinguir a una poderosa empresa de un cliente, o a un acaudalado ricachón de un humilde campesino a la hora de exigirle impuestos por ejemplo.

Sin embargo para Hayek la mayor “injusticia consiste en la violación del derecho a poseer”, obviando la infinitamente peor de desposeer a los demás. Y con su demagogia habitual califica como violentas y abusivas las huelgas que efectúan los asalariados, pero no así los despidos y cierres de los patronos:

– Si se concede poder a los sindicatos para conseguir una participación mayor, el mercado no funcionará. Las amenazas al buen funcionamiento del mercado son aún más graves por el lado del trabajador que por el de la empresa.

Para que el mercado funcione bien la balanza tiene que estar desequilibrada. La manada de búfalos no debe unirse para hacer frente al león porque violaría sus derechos.  La esencia de la libertad, según Hayek, reside en la desigualdad, que se concreta, entre otras cosas, en que los empresarios puedan despedir trabajadores, pero no al revés, y en que el hambre de beneficios prime sobre la del estómago.

Ya Adam Smith alertó sobre la notoria desproporción de fuerzas que existe en el mercado:

«Los trabajadores desean obtener lo máximo posible, los patronos dar lo mínimo. Los primeros se unen para elevar los salarios, los segundos para rebajarlos. No es difícil, sin embargo, prever cuál de las partes vencerá en la disputa y forzará a la otra a aceptar sus condiciones.

Los patronos, al ser menos, pueden unirse fácilmente; además pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un comerciante o un fabricante pueden, normalmente, vivir un año o dos con los capitales que ya han adquirido. En cambio, muchos trabajadores no podrían subsistir sin su empleo una semana, unos pocos un mes, y un número escaso un año. El trabajador es tan necesario para el patrono, como éste lo es para él, pero la necesidad del patrono no es tan inmediata».[1]

El mercado de Hayek impone que no es la producción para el hombre, sino el hombre para la producción. Por eso, cuanto más crecen las filas del paro, más crecen las ganancias. Por todos los medios hay que impedir que los aumentos de salarios pongan en peligro la inflación de beneficios. El trabajador debe sacrificarse por el bien de la economía. Aunque si fuera cierto cómo él argumenta que “la desigualdad de ingresos permite elevar el nivel de la producción”, entonces, si se lograra concentrar toda la riqueza del planeta en manos de un solo individuo, la humanidad conocería una prosperidad sin precedentes, de paso que el afortunado se lo pasaría de vicio. La desigualdad claro que propicia el bienestar… pero solo la de los ricos; la de los pobres no está tan clara.

La condición necesaria para que el mercado funcione a las mil maravillas según él, es que sus dueños naturales, los Rockefeller, Rothschilds y compañía, se lleven la parte del león, como hacen sus parientes de la selva, dado que las reglas son las mismas. Y para conseguirlo “la democracia necesita de la escoba de los gobiernos fuertes” (como el de Pinochet o más), que permitan sofocar el descontento de la mayoría, quebrar a los sindicatos y acabar con el sistema de sanidad pública, como hizo su discípula Thatcher, la sin par “dama de hierro”, durante el período en que rigió los destinos de la Gran Bretaña. Reemplazar lo público y gratuito, beneficioso para todos, por lo privado bueno solo para los que pueden pagarlo, es algo que nunca podrán agradecerle lo suficiente los súbditos de su graciosa majestad.

– Las personas son diferentes y nada sería más injusto que igualar a personas que no lo son – explica Hayek –  La única igualdad posible es el trato que todo el mundo recibe del gobierno, y la igualdad sin excepción de todas las personas ante la ley. Tan pronto como alguien exige más, entra en conflicto con la libertad. La igualdad material sólo puede lograrse limitando la libertad…

… de algunos de apoderarse de todo. Quienes atentan contra la libertad son los que exigen más salario, no más ganancias. La libertad de Hayek es enemiga de la igualdad; principio sagrado al que se atuvo escrupulosamente la primera ministra Thatcher a lo largo de toda su carrera política que, sin sonrojarse, reconoció que «su trabajo era glorificar la desigualdad”, entendiendo por tal, multiplicarla por todos los medios a su alcance.

Buena prueba del trato paritario que el gobierno dispensa a los diferentes estamentos sociales es el número de veces que la autoridad disuelve a tiros las manifestaciones y huelgas de patronos, como hace con las de trabajadores. Desigualdad que se extiende a las leyes, que el capital dicta y compra con la misma facilidad que los hombres. Solo él parece todavía no haberse dado cuenta de que “ricos y pobres son dos naciones que no se rigen por las mismas leyes”. [2]

Los impuestos progresivos merecen la reprobación de Hayek porque infringen su norma suprema de tratar a todos por igual, ya que “el que la regla se aplique uniformemente a todos los individuos, impide la progresión ascendente de la carga tributaria”, lo que implica que deben pagar lo mismo al fisco, Rockefeller que el parado, el dueño del banco que su empleado, el empresario con ganancias que el que se halla en bancarrota. Propuesta que, en 1990, provocó una insurrección social en Inglaterra, cuando su fiel escudera Tatcher trató de introducir un gravamen igualitario sobre la vivienda, la poll tax, por el cual un duque debía pagar tanto por su principesca mansión como un basurero por su minúsculo apartamento. Igualdad a la hora de contribuir que no de recibir, que fracasó estrepitosamente en la calle y le costó el cargo, aunque ella nunca comprendió por qué.

Nuestro libertador profesional olvida que, por definición, toda desigualdad implica jerarquía… ¿y cabe imaginar algo más opuesto a la libertad que eso?… ¿o acaso dónde más libre se siente una persona es en presencia de un superior?… Libertad sin igualdad implica irremediablemente subordinación, servidumbre. Su neoliberalismo no es más que un feudalismo con corbata.

Para Hayek que las personas sean libres, no significa que todas tengan que serlo (basta con que lo sean las que importan), de acuerdo con el aserto de Abraham Lincoln de que “la libertad de los propietarios no es la misma que la de los que trabajan para ellos”.

Y es que hasta en la libertad hay clases. De hecho, que “el dinero sea el mayor instrumento de libertad que se ha inventado nunca”, confirma que la libertad de Hayek es una mercancía reservada a los propietarios, no a los asalariados, constituyendo una utopía, por no decir una imposibilidad, para la mitad de la humanidad que subsiste con una propina de menos de 2 dólares al día. Porque si solo la riqueza proporciona la libertad a los humanos… ¿qué hace la miseria sino robársela? Si la igualdad es enemiga de la libertad,  la miseria debe ser su mejor aliada.

Al estado de bienestar, Hayek opone el estado de desigualdad, ya que “la libertad solo puede alcanzarse en el mercado anónimo e impersonal que da a cada uno lo suyo”. Instancia suprema e inapelable que lo mismo obliga al trabajador a contratarse sin horario por el mero sustento, que induce al empresario a producir cantidades excesivas de productos basura a costa de la salud del medio ambiente y del consumidor.

El negocio es lo primero; las mujeres y niños después. Filosofía infame que quedó en evidencia, cuando Hayek rechazó que se proporcionara ayuda a los miles de africanos que perecían de hambre a causa de la sequía:

– Me opongo absolutamente. No tenemos porque asumir tareas que no nos corresponden. Debe operar la regulación natural.

Y lo mismo con los ancianos:

«La mayoría de los que se jubilen dependerán de la caridad de la  generación  más  joven. Pero, puesto  que  los  jubilados  disponen  de  mayor  tiempo de ocio  para  gastar  dinero,  se dirá que  deben percibir  más  que  los que  todavía  trabajan. Llegados a este extremo, pudiera  ocurrir que  los jóvenes, físicamente  más fuertes que ellos,  se  rebelen  y  priven  a  los  viejos  de sus pretensiones.

Finalmenteno  será  la  moral,  sino  el  hecho  de  que los jóvenes nutren los cuadros de la policía y el ejército, lo que decida la solución: campos de  concentración  para  los  ancianos  incapaces de  mantenerse  por  sí  mismos.  

Beneficiaría al conjunto  del  género  humano  si, dentro  del  sistema  de  gratuidad, los  seres  de  mayor capacidad  productiva  fueran  atendidos  con  preferencia,  dejándose  de  lado  a  los ancianos  incurables. El  problema  que  plantea  la asistencia sanitaria  gratuita  es  que  el  objetivo  que  persigue  la  medicina  en  su  progresiva evolución  no  es  sólo  restaurar  la  capacidad  de  trabajo,  sino  también  el  alivio  de  los sufrimientos  y  la  prolongación  de  la  vida”. [1]https://otrosvendran.wordpress.com/2019/07/30/infierno-y-fanatismo-a-proposito-de-la-ceguera-social/

Su buen corazón lo delata. Más allá de su total falta de humanidad, Hayek demuestra poseer la misma sensibilidad que una almorrana. Según él, cualquier intervención humanitaria, incluso la que se realiza para socorrer a alguien que se encuentra en peligro, atenta contra la libertad soberana del mercado “que no puede tener en cuenta lo que cada persona necesita o se merece”, por lo que con arreglo a ese precepto definitivo e irrevocable, quienes no puedan sostenerse a sí mismos, han de ser purgados sin contemplaciones. Del mismo modo que cuando alguien se esté ahogando, no debe esperar a que el mercado acuda a salvarlo, tal y como le respondió Milton Friedman a la esposa de Herman Kahn cuando ésta le propuso hacer algo para mejorar la atención médica pública a los más necesitados:

– Señora Kahn, ¿a santo de qué desea usted subsidiar la producción de huérfanos y de enfermos? [3]

Y es que pudiendo subsidiar la producción de ricos, resulta tonto hacerlo con la de parias.

El neoliberalismo apuesta por deshacerse de los elementos onerosos de la sociedad, aplicando a escala global y con la máxima efectividad la solución final de Hitler. La suya es una moral de ganadores y perdedores, de tanto tienes tanto vales, el pez grande se come al chico, solo triunfan los más aptos… Un sálvese el que pueda colectivo, en el que a las personas debe otorgárseles el mismo trato que a las mercancías, y “cuya remuneración debe corresponderse con la utilidad que tengan para los demás miembros de la sociedad”, por lo que las no explotables, deben ser descartadas. El neoliberalismo se presenta así como el heredero natural del nazismo y digno continuador de su obra inacabada:

– La moral de más éxito es la que permite mantener el mayor número de personas con vida. Una sociedad libre exige el mantenimiento de vidas, pero no de todas las vidas.

El ser o no ser” se convierte en el “tener o no tener”, quedando la existencia humana al arbitrio del mercado. La moral se identifica con el cumplimiento de los acuerdos y la observancia de las reglas, especialmente la del respeto a la propiedad. Las únicas normas son las que regulan el «cálculo de vidas»: la propiedad y el contrato. Lo que no encaja es que si no se admite matar a la gente con pistola, ¿por qué se permite matarla de hambre? ¿por qué lo primero se considera un acto de violencia, y lo segundo de libertad?

El respeto a la propiedad privada y los contratos que la regulan son lo único sagrado para Hayek. El derecho de propiedad es antes que el derecho a la existencia; la bolsa antes que la vida. Lo prioritario es conservar riquezas, no personas, en una sociedad donde no hay más moral que el lucro, ni más pecados que los de hacienda. Nada es gratis: la miseria es el precio inevitable para gozar de grandes fortunas, mansiones y lujos.

Nuestro heraldo de la prosperidad nos anuncia que “el bienestar de ‘todos’ solo es posible en la medida que se respeta la inviolabilidad de la propiedad”. Un ‘todos’ que incluye también a los que no tienen más que sus manos para trabajar o sus riñones para vender, y cuya felicidad debe consistir en carecer de lo más elemental. La propiedad privada extendida al ámbito de los medios de producción (fábricas, tierras, recursos, capitales), es el arma de que el ser humano se sirve para sojuzgar a sus semejantes.

La sociedad de mercado precariza la vida de las personas hasta extremos nunca vistos, impulsándolas a acumular más y más riqueza como única forma de adquirir seguridad, ya que el trabajar no les garantiza ningún futuro ni estabilidad. Hasta la aparición del mercado los propietarios tenían que cargar con sus esclavos toda la vida, incluso cuando eran viejos o se ponían enfermos, pero al convertirlos en asalariados, los alquilan solo cuando los necesitan, con lo que se ahorran su manutención y tener que cuidarlos cuando ya no son productivos. La democratización de la compraventa de humanos ha tornado ‘libres’, o lo que es lo mismo, desprotegidos e indefensos, a los modernos esclavos asalariados. Un formidable progreso.

Menos mal que con su proverbial lucidez y clarividencia Hayek nos aclara que:

– Solo en las mentes de los individuos existen escalas de valores; y éstas, a menudo, son diferentes y contradictorias entre sí.

Cierto, pero si no existen valores generales, ¿cómo podremos elaborar leyes generales?… ¿se encargará también el mercado de proveerlas?… Porque si encomendamos la justicia al mercado y a la ley de la oferta y la demanda, el resultado está cantado de antemano. Cuando en su más célebre ensayo, Camino de Servidumbre (el del socialismo), publicado en 1944, Hayek apuntó que “la cuestión decisiva es si gobernará el comercio al estado, o el estado al comercio”, todos sabemos quién ha ganado la batalla.

El Mercado es Dios, Hayek su profeta y los precios la viagra del sistema. Su concepción del mercado recuerda a la del diseño inteligente, y su camino de servidumbre al camino de salvación de Escrivá de Balaguer. A pesar de no ser creyente, a Hayek se le apareció el Mercado como a otros la Virgen y, en un ataque de inspiración aguda, nos aleccionó sobre sus supuestas ‘bondades’:

– El mercado al aumentar la productividad per cápita, logró mantener vivas a un número de personas que sin él no habrían podido sobrevivir. Si el capitalismo se hunde, el Tercer Mundo perecerá con él.

¿Y no será al revés, querido amigo, que el primer mundo para poder vivir por encima de sus posibilidades, tiene que arrebatarle sus recursos? ¿tan flaca memoria posee nuestro venerable maestro, que ha olvidado que el mercado nació con el esclavismo, llegó a la mayoría de edad con el colonialismo, y estaba a punto de alcanzar el éxtasis con la globalización cuando estalló la crisis financiera e inmobiliaria?

Todo el éxito del capitalismo se ha basado en la explotación intensiva de los recursos naturales y humanos de la tierra. Un barril de petróleo equivale a 25.000 horas de trabajo humano; un tractor cosecha tanto como 1.000 hombres juntos, y esa poderosa combinación de energía y tecnología ha obrado el prodigio de que, en poco más de siglo y medio, la población del globo se haya multiplicado por siete. Mérito que no pertenece al capitalismo, sino a la ciencia, aunque se haya apropiado de él, como de todo lo demás.

El mercado no es el sistema que crea más prosperidad, sino la maquinaria más eficiente de depredación jamás inventada por el hombre… ¿o acaso la cooperación no resulta más productiva que la competición, o la paz que la guerra?… La afirmación de Hayek de que “los pobres reciben en un sistema de mercado más de lo que obtendrían en un sistema centralizado”, la desmiente la historia, como testimonian los millones de ciudadanos rusos que desaparecieron del mapa con la súbita transición de su país del comunismo al capitalismo. Según una encuesta realizada en 2009 por el Centro de Investigación Estadounidense Pew, veinte años después de la caída del comunismo, una amplia mayoría de la población consideraba que su vida era peor con el capitalismo que bajo el régimen anterior. [4]

Mercado libre significa transacciones libres, no hombres libres. El mercado todo lo transforma en mercancía: objetos, personas, genes, animales, materias primas, contaminación, dinero, precios, empleos, votos, trabajo o justicia. Y ninguna mercancía puede ser libre.

Algo tan sencillo de entender resulta imposible de digerir para nuestro ilustre prócer que continúa atribuyendo propiedades mágicas a los precios al manifestar que “permiten coordinar acciones separadas, ya que indican lo que se ha de hacer en cada momento de la forma más efectiva”, como si su misión fuera guiar a los humanos a la Tierra Prometida, como Moisés a su pueblo, y no someterlos a las fuerzas económicas dominantes en el mercado. Pero eso se llama fe, creencia, no ciencia. Recurrir a los precios no resulta más útil que invocar a los astros, porque su grado de superchería es similar y sus manifestaciones caen más dentro del campo de los fenómenos paranormales que de los racionales.

«Los utilitarios tomaron de los teólogos la creencia de que una divina providencia regía la actividad económica y aseguraba, siempre que el hombre no interviniera, el máximo bienestar público, a través de los esfuerzos dispersos y espontáneos de cada individuo interesado únicamente en lo suyo.

El liberalismo económico destruyó el concepto de comunidad. Los patronos deseaban tener libertad absoluta para hacer inversiones, levantar industrias y despedir empleados. Todas las tareas debían estar exclusivamente a cargo de la empresa privada. Se daba por sentado que la libre competencia escogería lo mejor y, que a partir de la multiplicidad de esfuerzos inconexos, se crearía una pauta social coherente; o lo que es lo mismo, que de la competencia sin restricciones, surgirían la razón y el orden». [5]

Si alguien que no fuera una eminencia del calibre de Hayek, se permitiera el lujo de asegurar que la libertad viene incorporada de serie en el precio de las mercancías; que los precios son los que nos hacen libres y que nuestra libertad depende de sus fluctuaciones, lo tacharían como mínimo de lunático e irresponsable. Pero si además se atreviera a sugerir que los precios se forman por generación espontánea, entonces sí que nadie tendría duda alguna de que se había ido de la olla y no le permitirían salir del siquiátrico ni siquiera los domingos. Con una simple ojeada a los clásicos, Marx le hubiera enseñado que el precio de las mercancías no expresa su valor objetivo, sino tan solo la correlación de fuerzas entre vendedores y compradores.

Se necesita ser extremadamente necio, terco u obtuso, para confundir valor y precio, como manifestó el poeta. Sin embargo, nuestra lumbrera reverencia los precios como si fueran revelaciones del más allá, en cuya configuración no intervinieran los monopolios, la especulación, la concertación, el proteccionismo, el abuso de posición dominante, las maniobras de acaparamiento y destrucción de excedentes, o las campañas publicitarias, por citar solo algunas de las prácticas comerciales más habituales. Nada hay más manipulable que la escasez y abundancia de bienes, ni más artificial que sus precios: si alguien se apropia del manantial, los demás pagarán lo que su dueño les pida por un litro de agua.

Señala Hayek que “la utilidad del sistema de precios radica en inducir al individuo, mientras persigue su propio interés, a hacer lo de interés general”, como demuestran los que destruyen selvas o hacen su agosto contaminando, fabricando artículos de mala calidad, especulando con el suelo, manipulando mercados u organizando guerras en su provecho.

El propio Adam Smith, consciente de ello, denunciaba que:

«Los intereses de los patronos son siempre distintos de los generales, y muchas veces totalmente opuestos. El interés del fabricante y el comerciante consiste siempre en ampliar el mercado y reducir la competencia. Sus intereses no suelen coincidir con los de la comunidad y tienden a defraudarla y a oprimirla, y los altos beneficios del capital pueden contribuir a elevar el precio de los bienes, tanto o más, que los salarios del trabajo». [6]

Sostener pues que “solo si los precios son determinados exclusivamente por el mercado y no por el gobierno, señalarán lo que se debe producir y qué medios se deben emplear para ello”, supone encargar al mercado la cantidad de CO² que se debe lanzar a la atmósfera, basándose exclusivamente en criterios de rentabilidad económica y no de sostenibilidad. Aunque su colega Milton Friedman aún va más lejos al manifestar que los valores ecológicos (¿y por qué no los humanos?),  también pueden encontrar su sitio en el mercado como cualquier otro artículo de consumo… (¿a cómo cotizan hoy en Wall Street la bondad, la generosidad y la honradez?).

¿En qué torre de marfil habrá vivido nuestra rutilante estrella de las finanzas para no enterarse de que no existen mercados libres en ningún sitio, y que todas, absolutamente todas las cosas de este mundo, sean mercados, precios, empresas, tierras, leyes, gobiernos, parlamentos, manos visibles e invisibles, y hasta la misma sociedad, tienen dueño?… ¿acaso ignora que la escasez se fabrica con la misma facilidad que la abundancia?… ¿a quien pretende engañar con el cuento chino de la competitividad y la eficacia, cuando todos sabemos que son la componenda, el chanchullo, el soborno, el amiguismo, la información privilegiada, el empleo sumergido, las subvenciones, los monopolios, el tráfico de influencias, la ingeniería financiera, el dinero negro, los paraísos fiscales y grupos de presión los que hacen florecer los negocios?

Explotación, manipulación, especulación y corrupción son las cuatro notas que caracterizan al mercado. Y la supuesta ‘voluntariedad’ de las operaciones, no implica garantía alguna de limpieza de las mismas.

Que “la mejor manera de coordinar los esfuerzos humanos es mediante la competencia”, lo demuestra la guerra, competencia en estado puro, que realiza la asignación de recursos más eficiente y racional posible. Mercado que a unos les regala obesidad y a otros desnutrición; que a unos cubre de riquezas y a otros de miseria,  y que en su sabiduría infinita, nos provee de todo, hasta de conflictos bélicos, y lanza las bombas sobre los que más las necesitan. Lo que es bueno para la fábrica de armas, es bueno para sus víctimas, tal y como las reducciones de plantilla benefician a los trabajadores más que a los empresarios, o fabricar contaminando, engañando a los consumidores y defraudando al fisco, resulta más rentable para la sociedad que para los que obran así.

Acierta Hayek al señalar que “el mercado induce a la gente a producir el máximo de que es capaz”, ya que, efectivamente, cuanto más se fabrica, se vende o crédito se concede, más lucro se obtiene, lo que hace que el sistema reviente periódicamente debido a la inflación de mercancías, deudas y precios que no puede absorber. Nada puede haber más demencial que mantener a la gente ocupada fabricando artículos superfluos e innecesarios que luego hay que forzarle a consumir.

Sin embargo Hayek no ve alternativa válida al mercado ya que «todos los movimientos hacia el socialismo, en dirección a la planificación centralizada, implican la pérdida de la libertad personal, y acaban en última instancia en el totalitarismo».

Equipar socialismo a planificación centralizada constituye una falacia. Según Hayek, el individuo se puede organizar, pero la sociedad no. Gracias a sus aportaciones sabemos que quien le quita a la gente hasta la camisa es el socialismo, no el mercado. Poco importa que el capitalismo arrastre a la humanidad a la miseria, a la guerra, al hiperconsumo desaforado y a la destrucción ecológica; la idea de repartir horroriza y repugna a partes iguales a nuestro gurú de cabecera que anima a los humanos a “hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad”, ya que “la mortal plaga de la centralización en ningún sitio ha funcionado bien”.

Centralización que Hayek achaca al socialismo, olvidando que no existe estructura más rígida, concentrada y vertical que la de las multinacionales, cuya dimensión y poderío económico supera con creces la de muchos estados. Porque si realmente nuestro hombre cree que las empresas privadas adoptan sus decisiones contando con la participación de todos sus empleados, y que es en su seno donde mejor se expresa la libre iniciativa de las personas, Hayek chochea. La cúpula directiva de una multinacional planifica como lo haría cualquier comité, y solo difiere de él en su finalidad de lucro y de sometimiento al mercado.

A la hora de “elegir entre un sistema donde es la voluntad de unas pocas personas la que decide, y otro que depende del espíritu de empresa de la gente”, muy ofuscado tiene que estar nuestro hombre para no darse cuenta de que en el fondo son el mismo, cambiando capitalismo de estado por privado, y élite burocrática por alta dirección.

Plantear como hace Hayek, que “cuanto más planifique el estado, menos podrá planificar el individuo”, resulta aplicable igualmente a la dirección de la empresa. Lo importante no es quien esclavice más: la sociedad anónima o el partido, sino que nadie pueda hacerlo. Y si el socialismo le parece poco democrático, la riqueza lo es menos aún. De ahí que pregonar que el sistema de mercado es “el que da a la iniciativa humana el campo más amplio posible”, ya que con él se evita “estar al dictado y arbitrio de los demás”, suene a broma de mal gusto en un mundo de diferencias sociales abismales.

La principal ventaja de la economía de mercado sobre la centralizada, proviene según Hayek “del mayor conocimiento que de las circunstancias concretas tienen los que están sobre el terreno”, sin percatarse de que atribuir un valor mayor a la parte sobre el conjunto, equivale a hacer del soldado situado en el frente de batalla la persona idónea para dirigir la guerra, y extrapolando ese criterio a la producción, del obrero sujeto a la cadena de montaje la persona más capacitada para determinar el rumbo de la empresa por su cercanía al producto. Descentralización que no creo aprobase, ni mucho menos sugiriese Hayek.

Podemos estar de acuerdo en “la superioridad del orden espontáneo sobre el decretado”, haciendo la salvedad de que el mercado tiene tanto de espontáneo como las carreras de galgos, es decir nada. La espontaneidad de los vaivenes de bolsa, de los movimientos de capitales, o de las políticas monetarias, está por descubrir. Humanos son los agentes del mercado, e igualmente  seres de carne y hueso quienes lo regulan, administran, gestionan y establecen sus pautas de funcionamiento. La mano invisible que mece las cuentas es la suya, no la del destino. Ninguna mano se mueve sola, ni siquiera las robóticas, salvo que tenga parkinson. Quien reparte es el hombre, no los dioses. Aunque Hayek pretenda convencernos de que los mercados se autoregulan y las individuos no, cuando aquellos no son más que la expresión de la voluntad de éstos.

Desde el instante de su fundación el libre mercado fue diseñado como un sistema universal de rapiña que confería a todos la oportunidad de enriquecerse a costa de otros, sin atender a consideraciones éticas ni contraer responsabilidad alguna hacia ellos.

Entre pillos y pardillos anda el juego. Muchos son los llamados y pocos los enriquecidos. Una simple operación electrónica, un inocuo apunte contable y a cualquiera le levantan limpiamente la cartera sin que se entere de nada. Las sociedades instrumentales, los paraísos fiscales y el secreto bancario son los guantes que usa la mano invisible para no dejar ni rastro de sus fechorías.

Así como “el orden nace del caos”, y al igual que la naturaleza aún no teniendo un organizador presenta un orden, la humanidad posee la capacidad de autoorganizarse por sí misma, sin necesidad de mercado, propiedad privada o jerarquías. Orden que solo puede nacer de una economía cooperativa, sin dueños, y de un nuevo modelo de convivencia apoyado en la autogestión, la equidad y la democracia de base; en acuerdos y no imposiciones. El problema del mercado no procede de su falta de regulación, o de que no sea perfecto (lógicamente si el hombre no lo es, sus sistemas económicos, políticos y sociales tampoco pueden serlo), sino de su naturaleza asocial que no tiene cura.

Toxicidad congénita que sin embargo Hayek achaca a terceros:

– Si no fuera por las injerencias del gobierno en el sistema monetario, no tendríamos ninguna crisis. La culpa de todo la tiene el monopolio del gobierno sobre la emisión de dinero.

¡Albricias! ¡Por fin alguien atina con la fórmula magistral que redimirá a la humanidad de todas sus crisis y recesiones económicas de un plumazo! Lástima que a semejante fenómeno capaz de alumbrar la piedra filosofal de la abundancia interminable y del crecimiento indefinido, o le falta seso, o le falta información. Desconocer que la Reserva Federal, la entidad emisora del dólar, es un banco privado, no público, y que los Bancos Centrales de los demás países son también independientes del ejecutivo, siendo ellos y solo ellos, los que establecen la política monetaria, determinan la cantidad de dinero en circulación, y deciden por su cuenta y riesgo, sin ayuda de nadie, incrementar o bajar los tipos de interés oficiales, es de primero de primaria.

La culpa de la crisis la tiene el estado, la gente, el gobierno o los sindicatos: cualquiera menos el mercado que es perfecto y sin mácula…. ¿pero acaso la burbuja inmobiliaria y los préstamos basura que abocaron a la banca privada y a muchas empresas a la insolvencia, la crearon ellos?

El acierto no acompaña demasiado a nuestro maestro Hayek, cuyas teorías valen tanto como sus profecías. La crisis ha derrumbado de golpe los falsos dogmas del neoliberalismo, exponiendo todas sus vergüenzas a los ojos de todos. Debajo de sus proclamas de libertad, bienestar, progreso y prosperidad, se ocultaba un nido de tahúres. El dogma de que el libre mercado, la libre competencia, la libertad de capitales, la privatización de todo lo existente, la no intervención del estado, la reducción de impuestos y la máxima acumulación de riqueza conformaban el sistema más eficiente, se ha revelado como un fraude,  un mito caducado,  una doctrina fracasada y sin fundamento alguno.

A estas alturas seguir vendiendo como crecimiento económico el incremento imparable del endeudamiento y de la burbuja especulativa, ya no engaña a nadie. La bancarrota del mercado es tan grande como su insolvencia moral.

En un programa de radio de EE.UU, un chico de 14 años le hizo esta pregunta al poderosísimo asesor económico de la oficina del Presidente de EEUU, Sr. Lawrence Summers: “¿Por qué el Estado no le presta dinero directamente a la gente y a las empresas en lugar de hacerlo a través de los bancos?”. El Sr. Summers le respondió que porque el sector privado es más eficiente que el público, a lo cual el chico, muy avispado él, le preguntó de nuevo: “Pero si son tan eficientes, ¿por qué han creado el problema que han creado, y el estado tiene ahora que salvarlos?” El Sr. Summers no supo que contestarle. [7]

Porque es un modelo agotado.

Si Hayek llegó a figura relevante no fue por su genio, sus luces o la profundidad de su pensamiento, sino por los buenos servicios prestados al capital.


Imágenes: writeopinions.com | biografiasyvidas.com| New York Times| newstatesman.com| 20Minutos.es| civilsdaily.com| twitter.com| el roto elpais.com|folhapolitica.com| gofund.me.com| Bansky| emunaeditora.com.br

Actualización del artículo publicado en rebelion.org: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=84953

Las citas de Hayek han sido tomadas de sus textos: Camino de Servidumbre, La libertad y el sistema económico, Los fundamentos éticos de una sociedad libre, Los principios de un orden social liberal, El uso del conocimiento en la sociedad, La competencia como proceso, Los orígenes de la propiedad privada, la libertad y la justicia, El atavismo de la justicia social, y de sus entrevistas  a Reason Magazine (1977), a Guy Sorman, al periódico El Mercurio (1981) y a la revista Realidad (1981), y del artículo, La concepción de Hayek del Estado de Derecho, de Jorge Vergara Estévez.


[1]             La riqueza de las naciones. Adam Smith.

[2]             El fondo político de la actual crisis económica, entrevista a Michael Hudson, sinpermiso.org, 6.07.2008, http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=1966

[3]             La teología de libre mercado de los Chicago Boys, Michael Hudson, 12.07.2010, rebelión.org http://www.rebelion.org/noticia.php?id=109521

[4]             Sorpresón: Los rumanos opinan que el comunismo era mejor que el capitalismo, James Cross, 1.11.2010, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=115888

[5]                Lewis Mumford: La ciudad en la historia.

[6]             La riqueza de las naciones, Adam Smith.

[7]           ¿Qué quiere decir estimular la economía?, Vicenc Navarro, 21.04.2009, rebelión.org http://www.rebelion.org/noticia.php?id=84139

References

References
1 https://otrosvendran.wordpress.com/2019/07/30/infierno-y-fanatismo-a-proposito-de-la-ceguera-social/
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