El alumno sentado frente a la mesa de compartimento individual, fijó la vista en la pantalla con ojos cansados.

Durante un instante, volvieron a su mente los largos días de aprendizaje de su infancia, antes de graduarse. Se vio de nuevo a sí mismo, yendo a la facultad rodeado de una muchedumbre de muchachos tan solitarios, silenciosos y ensimismados como él, subiendo monótonamente mañana tras mañana las escaleras, hasta llegar pasillo tras pasillo, a su pequeña aula personal insonorizada y conectar el monitor.

Máxima puntualidad. No le estaba permitido retrasarse ni un segundo, y si lo hubiera hecho, un sustituto hubiera ocupado su plaza al momento, perdiendo su oportunidad de adquirir un título quizás para siempre.

La clase comenzaba a la hora señalada. El profesor virtual con la lección grabada en sus bancos de memoria, comenzaba su explicación desapasionadamente, sin fallos, sin rodeo alguno, ni demasiado rápido, ni demasiado despacio, acomodándose a su velocidad de asimilación, no deteniéndose hasta la hora de almorzar. Entonces hacían una breve pausa, que él aprovechaba para ingerir la comida recalentada por el pupitre. Inmediatamente después, sin dejarle descansar, su tutor le tomaba la lección calificando sus respuestas. Con infinita paciencia, respondía a sus dudas y le facilitaba aclaraciones. Controlaba con cuidadoso celo todos y cada uno de los movimientos de sus párpados, monitorizando sus constantes y ondas cerebrales para detectar cuando disminuía su concentración. Si a lo largo de las horas advertía que cabeceaba ligeramente, su instructor retrocedía, volviendo a repetir la lección tantas veces como fuera necesario. Le vigilaba mientras hacía sus deberes, corrigiéndoselos sobre la marcha. La clase no terminaba hasta que no había asimilado toda la materia prevista, y por lo general no regresaba a su casa antes del anochecer.

No había vacaciones ni le estaba permitido jugar. Toda la jornada era productiva y la exigencia, máxima.  Los ejercicios para tonificar sus músculos y mantenerse en buen estado de forma los realizaba sin necesidad de abandonar su cubículo, durante los recreos. Al final de cada semana, le aguardaba un examen eliminatorio. Debía controlar férreamente sus nervios para responder a los cuestionarios en el tiempo prefijado para ello, si quería evitar que el tribunal invisible encargado de juzgar sus progresos, lo descartase, condenándole al pelotón de los fracasados.

Y así, día tras día, mes a mes, año tras año, consciente de que ese era el mejor sistema, el más eficiente y el que obtenía un mayor rendimiento del estudiante. Los test de selección habían determinado automáticamente sus aptitudes y su capacidad intelectual, destinándole al programa de aprendizaje más adecuado para él, exigiéndole una dedicación permanente y una entrega absoluta. Tenía que cuidarse a tope, o un simple resfriado podía arruinar todos sus sueños.

Gracia a esa disciplina inflexible, cualquier muchacho perseverante y dotado no tardaba en convertirse en un especialista superpreparado, dispuesto a seguir acumulando másters y doctorados para competir en el mercado. Algo que él, licenciado a los doce años en Ingeniería Molecular Ambiental, sabía perfectamente.

No podía evitar recordar con nostalgia, los miles de textos que tuvo que aprender en su más temprana infancia y que habían sido sus compañeros más queridos, más reprochándose amargamente al recibir la sacudida de aviso, su involuntario despiste que tal vez nunca pudiera recuperar, el alumno sumergió de nuevo sus fatigados ojos en la pantalla.

A causa de ese fatídico instante de relajación, había estado a punto de malograr para siempre su futuro empleo de procesador de desechos de cuarta categoría.

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