Hagamos un repaso de la historia para ver como se han desarrollado los acontecimientos en el tiempo.
En el siglo XIX debido a la elevada demanda de té, seda y porcelana, Gran Bretaña tenía un gran déficit comercial con China, y comenzó a venderle opio para saldar su deuda. En ese momento China poseía la economía más poderosa, una población altamente educada, y los europeos admiraban su buen gobierno.
Los narcotraficantes británicos adquirían el opio en la India (colonia inglesa por aquel entonces) a la Compañía Británica de las Indias Orientales, y lo introducían de contrabando por el puerto de Cantón. Los estragos de la droga no se hicieron esperar. Viendo los millones de víctimas que su consumo provocaba, el emperador Daoguang, ordenó a Lin Hse Tsu, comisario imperial, que lo erradicara.
Lin escribió una carta a la Reina Victoria solicitándole que respetara las reglas de comercio internacional, y abandonara el tráfico de opio, que era ilegal, tanto en China como en el Reino Unido, advirtiéndole que, en adelante, castigaría a los mercaderes e incendiaría los barcos que lo transportasen. Lin cuestionaba la doblez del gobierno inglés que prohibía el comercio del opio en su país, mientras lo practicaba en China.
Lo que comenzó siendo una agria disputa comercial, desembocó pronto en una guerra abierta entre ambos países, que tuvo lugar entre 1839 y 1842, denominada la Primera Guerra del Opio. Los británicos se aprovecharon de su superioridad naval para forzar la rendición de China, que con la firma del tratado de Nankín selló su derrota.
En virtud de ese acuerdo China se comprometía a satisfacer al Reino Unido los costes de la guerra, y a indemnizar a los traficantes de opio por la droga confiscada. Se abolieron los aranceles que protegían la economía china, y se abrieron al libre comercio los puertos de Cantón, Amoy, Foochow, Ningbo y Shanghai, reconociendo la soberanía británica sobre la isla de Hong Kong.
Pero los ingleses querían ejercer además el libre comercio en toda China, y legalizar el tráfico de opio. La Segunda Guerra del Opio enfrentó a China con Gran Bretaña, aliada con Francia y Estados Unidos, y duró de 1856 a 1860. La nueva derrota militar, rubricada en la Convención de Pekín, obligó a China a satisfacer todas las demandas de los vencedores, y supuso el inicio de la decadencia del país, y el fin del poder imperial que terminó desapareciendo en 1912.
El negocio para los ingleses resultó tan boyante, que en 1865 tuvieron que crear el banco HSBC para canalizar y blanquear a través de él las formidables ganancias generadas por el narcotráfico. Detrás de todas las Guerras del Opio estuvo desde el principio la Compañía Británica de las Indias Orientales, que pertenecía a la aristocracia británica, y buscaba someter a China, porque era la única gran potencia que se resistía a su modelo económico, y poseía una civilización capaz de competir con la suya.
Hasta 1840 la civilización china era tan compleja y rica como cualquier otra. El número de libros publicados y de personas educadas, no tenía rival, pero la llegada del ferrocarril, de las líneas de telégrafo, de los sistemas postales, y de la iluminación eléctrica en las ciudades, socavó la confianza de los chinos en su propia capacidad, haciendo que su forma de gestionar la sociedad se considerara mala, anticuada y retrógrada, y que extranjeros (y chinos formados en Inglaterra), se hicieran cargo de ella.
Para destruir la cultura china, reemplazándola por otra basada en valores occidentales, los misioneros británicos persuadieron a sus habitantes de que debían abandonar los caracteres chinos, y sus costumbres locales y familiares. Durante décadas agentes británicos (en su mayoría intelectuales chinos que se consideraban a sí mismos como reformadores), a quienes lavaron el cerebro con libros y revistas para que vieran a Gran Bretaña como una nación superior), se fueron infiltrando poco a poco en el gobierno chino. Esos jóvenes chinos, que se habían formado en Londres, creyeron que Inglaterra era rica y poderosa debido a sus grandes cualidades morales, sus eficaces sistemas de educación, su uso del método científico, y un desarrollo tecnológico e industrial que ellos habían sido incapaces de lograr. En comparación con la cultura anglosajona la suya les parecía atrasada y primitiva.
La verdad, que se les ocultó a los chinos que pensaban que iban a encontrar la salvación subiéndose al carro del progreso occidental, era que la riqueza sobre la que se asentaba el éxito británico, procedía del comercio de esclavos y del saqueo inmisericorde de los recursos de sus colonias. Un riqueza manchada de sangre.
China se había negado hasta ese momento a participar en el comercio internacional a gran escala para preservar su seguridad alimentaria, su independencia económica, y sus mercados locales. La consecuencia de su derrota fue que perdió el control de su cultura, de su sistema educativo, de su economía, y, en última instancia, de su gobierno, durante los cincuenta años que siguieron a las Guerras del Opio.
Los británicos vencieron a los chinos no porque fueran más inteligentes que ellos, sino porque habían estado librando guerras sin cesar y su preparación y tecnología bélica era mejor. La Compañía Británica de las Indias Orientales disponía de un cuerpo de expertos, dotados de sofisticadas herramientas, para analizar las debilidades de otros países, siendo el padre de la agencia de inteligencia inglesa MI6, fundada en 1909, y el abuelo de la CIA (Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos) creada en 1947. Aunque ambas organizaciones funcionan en teoría como agencias gubernamentales, en la práctica trabajan al servicio de intereses privados.
Ahora ciento cincuenta años después la situación se repite. El COVID -19 constituye una operación global orquestada por los mismos intereses para acelerar su agenda de dominación del mundo. Las similitudes de la operación COVID – 19 con las Guerras del Opio son evidentes.
El campo de la salud resultó fundamental en la estrategia inglesa para apoderarse de China. Los británicos introdujeron la medicina occidental en el país, vendiéndosela a los chinos como más «avanzada” que la suya por estar basada en la ciencia, haciéndoles ver que poseían medicamentos capaces de curar cualquier enfermedad. Aunque algunos funcionaban realmente, la mayoría contenían opio adictivo, y además de enriquecer a sus fabricantes, debilitaron la voluntad de los chinos, arruinando su medicina milenaria.
Al igual que entonces, las corporaciones farmacéuticas occidentales comercializan hoy en día opiáceos artificiales adictivos, y sicofármacos destinados a los que sufren depresión a causa de la explotación laboral. Los sindicatos del crimen global, como la OMS (Organización Mundial de la Salud, entidad privada manejada por Bill Gates), usan ciencia falsa para socavar la salud general y forzarla a una dependencia artificial de las vacunas si quieren llevar una vida normal.
Pero las adicciones no se limitan a los productos farmacéuticos. Los teléfonos inteligentes, las redes sociales, los ciberjuegos y la pornografía invaden todos los sectores y clases sociales. El contenido de los medios no se destina a transmitir información, ni tan siquiera a entretener, sino a enganchar y captar permanentemente la atención, induciendo una dependencia que impide la concentración, y sume al individuo en un estado de confinamiento virtual permanente. Un proceso que está teniendo lugar hoy en China donde la tecnología impera, omnipresente, en forma de compras en línea, uso de códigos QR, redes 5G y una infinita variedad de aplicaciones controladas por los poderes corporativos globales.
Actualmente los jóvenes chinos son bombardeados continuamente con anuncios de marcas para que piensen que todos los occidentales viven en la abundancia, son ricos y disfrutan de bienes a los que ellos no tienen acceso. Se exhibe a triunfadores y privilegiados que viven en mansiones inmensas, y viajan en yates espectaculares, o con aviones privados, como personas envidiables, y modelos para la juventud. Una campaña ideológica que va más allá del lucro, y que envenena su mente, para reemplazar con una cultura artificial de consumo la suya tradicional.
Un paseo por cualquier ciudad de China hace evidente qué tipo de guerra se está librando contra ella. Anuncios de i-phones, ropa de diseñadores italianos, bebidas y alimentos procesados producidos por multinacionales, invocan desde todos los rincones al ciudadano convertido en consumidor, en contraste con los carteles del PCCh colocados en las calles que animan a los ciudadanos a ser éticos, a tratar a los demás con respeto, a mantener la ciudad limpia, y a cuidar de la familia.
Lo más probable es que la operación actual contra China esté dirigida por servicios y empresas de inteligencia con sede en Estados Unidos, Israel, y Gran Bretaña, en calidad de legítimos herederos de la Compañía Británica de las Indias Orientales. China no es una potencia inescrutable de Fu Man-Chu que conspira astutamente para dominar el mundo, sino una víctima más de las oscuras maniobras para aplastar cualquier resistencia al neoliberalismo global.
Ni el problema proviene tampoco del autoritario Partido Comunista de China, aunque haya muchos miembros corruptos del PCCh que se beneficien de él, sino que procede de multinacionales extranjeras como Cisco, SAP, Google, Apple, o Amazon. Pero así como se culpó a la dinastía Qing por los ataques de la Compañía Británica de las Indias Orientales, lo mismo ocurre ahora. Muchos chinos quieren mudarse al extranjero debido a la opresiva política de “cero-covid” que ha convertido a Shanghái y Chengdu en la Franja de Gaza asiática.
Un sector importante de ricos y altos dirigentes chinos, que abogan por ciudades inteligentes y por una cultura de planeta prisión, tienen sus intereses de clase alineados con los de los globalistas. Muchas universidades chinas han abandonado la crítica del capitalismo para pasarse a la doctrina del crecimiento y el lucro.
La adulación interesada a los chinos resulta clave en este asalto. Los medios corporativos internacionales no dejan de halagarles diciéndoles que pronto superarán a Occidente. Aunque haya algo de verdad en ello, se trata de someter a los chinos a una campaña de propaganda intoxicadora para que acepten sin cuestionar los estándares occidentales de éxito: crecimiento, consumo, exportaciones y digitalización, que requieren un elevado gasto de combustibles fósiles, y aumentan su dependencia del exterior, condenándola a una superproducción contaminante, perjudicial para sus intereses.
El XX Comité Central del Partido Comunista de China, celebrado el 23 de octubre de 2022, retomó la teoría económica marxista. Los medios corporativos arremetieron en tromba contra Xi Jinping para desacreditarle, acusándole de ser un socialista trasnochado que rema a contracorriente de la historia.
Si China desmonta la manipulación ideológica emprendida contra ella, y denuncia la economía insostenible que promueve el capitalismo, se convertirá en la única nación del mundo en hacerlo, la única que puede enfrentarse a la guerra desatada por los globalistas contra la humanidad para crear una sociedad esclavista basada en el tecnofascismo.
La campaña COVID-19, ya sea en China, o en Estados Unidos, solo ha sido posible por la mercantilización de la ciencia, que ha convertido a los expertos en títeres de las finanzas globales, obligando a los médicos a respaldar políticas no científicas. El COVID-19 no es ciencia, sino “cientificismo”, una ideología con la que la autoridad de la clase dominante se disfraza de “ciencia”.
Los grandes magnates occidentales están asustados por el resultado del XX Congreso del Partido Comunista Chino. Aunque la globalización, el narcisismo del consumo, y el fetichismo tecnológico utilizado por ellos para manejar a los chinos siguen estando vigentes, su poder se ha debilitado. Por eso, los medios no paran de informar de levantamientos de ciudadanos chinos contra el régimen comunista por sus inhumanas políticas de cero COVID. Los mismos medios que ignoran sus protestas diarias, huelgas y campañas contra las multinacionales que los explotan: Amazon, Foxconn, Apple, etc.
Durante los 3 años de pandemia que llevamos, China sólo ha atribuido 5.237 muertes al “covid”, una cifra realmente insignificante, que para una población de 1.500 millones de personas, no justifica en modo alguno el confinamiento de ninguna ciudad.
Pero sucede que, ese “gobierno comunista” resulta ser en la práctica, si se mira bajo la superficie, empresas occidentales de Tecnologías de la Información, combinadas con servicios de inteligencia israelíes, anglosajones, estadounidenses y otros, especialistas en espiar a sus propios ciudadanos (como reveló Snowden), operando a pleno rendimiento en China. El dominio absoluto que tienen de los datos, les ha permitido tomar las riendas de los gobiernos locales en todo lo referente al rastreo de contactos, sistemas de reconocimiento facial, confinamientos, geolocalización de individuos, códigos QR, certificados de vacunación, puntuaciones de crédito social, etc.
John Whitehead ha declarado que “China es un régimen totalitario que emplea rutinariamente la censura, la vigilancia y tácticas brutales de estado policial para intimidar a su población y mantener el poder”. El mundo distópico que describe Whitehead es real, pero ciertamente no es obra de China, sino que es importado, como demuestra la aplicación del régimen COVID, que varía enormemente de una región a otra, dependiendo del gobierno local.
Whitehead olvida que son las corporaciones multinacionales las que están destruyendo la vida, la libertad y salud de los trabajadores de todo el mundo con sus abusos, y las que siguen alimentando el mito del «peligro amarillo», demonizando y presentando a la cultura china como enemiga de las demás. No se puede comprender la naturaleza del ataque COVID-19 contra China para tomar el control de su sistema político y económico, olvidando el asalto político, ideológico y militar de las dos Guerras del Opio.
La Operación COVID-19, ha sido un golpe de Estado planetario, disfrazado de pandemia, que se lanzó contra China en primer lugar, en diciembre de 2019, y que continúa en el presente. Hay quienes piensan que las políticas tecnofascistas de covid cero, o de crédito social, aplicadas por el país asiático, son producto de una cultura china comunista que roba la libertad, pero el brote de Wuhan de 2019, forma parte de la guerra híbrida e invisible, basada en biotecnología, nanotecnología y cibernética que libran contra ella DARPA, RAND y otras agencias occidentales.
No olvidemos que el sistema de «crédito social» se creó cuando compañías norteamericanas solicitaron a China herramientas que les informaran de la solvencia de las empresas chinas con las que querían trabajar. Por eso se llama así. Los responsables chinos a nivel local de las políticas de COVID-19, siguen las directivas emitidas por instituciones privadas como la Organización Mundial de la Salud (OMS), controlada por la Fundación Gates. El uso de códigos QR en todos los espacios públicos, incluidos los baños, los certificados de vacunación, o la realización de pruebas PCR dentro de las últimas 48 horas (y, a veces, las últimas 24), fue aceptado inicialmente por los ciudadanos chinos porque la consideraban una forma más eficaz de combatir la pandemia que la de Occidente.
Hablar de una “nueva guerra fría” entre Estados Unidos y China resulta fundamental para impulsar la campaña de desprestigio del régimen comunista, pero la realidad es que son los súperricos de Estados Unidos los que promueven esas medidas totalitarias a nivel global, y que China solo es su laboratorio avanzado.
China representa un objetivo maduro, porque la ideología de la modernización ha calado profundamente en la sociedad china debido al imperativo de superar a Occidente para resarcirse de las derrotas sufridas. Un objetivo que le ha llevado a aceptar fácilmente una automatización nociva para conseguirlo. Por otra parte el pensamiento confuciano chino fomenta una excesiva confianza en el gobierno que facilita el control de la población.
La vigilancia y acopio de datos personales por parte de las corporaciones privadas occidentales ha hecho posible la creación de un imperio en la sombra, que realiza cambios radicales en la sociedad de manera lo suficientemente lenta como para impedir que los ciudadanos la detecten a tiempo, pero a la vez lo suficientemente rápida como para dificultar cualquier posibilidad de organizar una resistencia efectiva.
Irónicamente, el Partido Comunista de China, descrito por la prensa occidental como la mayor fuente de totalitarismo en el mundo, posiblemente sea la única fuerza capaz de frenarlo.
(Extracto. Adaptación libre)
Imágenes: Fear no Evil| univerzocuantico.com|tubilbao.blogspot.com|
hablemosdeflores.com| atalayar.com|china daily i reuters|diariocorreo.pe|itreseller.es|
cinco dias|lr21.com.uy
Fuentes: Wikipedia, Global Research
The Third Opium War: The Agenda Behind the COVID-19 Assault on China