Al poco de enviudar el general de su primera esposa, Casilda Sáez de Heredia, castizamente se dio al alterne en algunos destacados prostíbulos de la capital del reino. En uno de ellos conoció y, según se dice, derrapó con la ‘La Caoba’, una mujer andaluza de aceitunada tez, muy atractiva.
Ocurrió sin embargo, quién lo iba a decir, que unos agentes de policía, cumpliendo con su obligación profesional, detuvieron un buen día a la hermosa dama, adicta a las drogas, por tráfico de cocaína, y chantaje a un empresario.
Puesta ‘La Caoba’ a disposición judicial, y dada la extensión del escándalo, Primo de Rivera, molesto por la llamada de atención del rey Alfonso XIII – compañero suyo de juergas, que estaba liado a su vez con la actriz Carmen Ruiz Moragas, «la Borbona» –, ni corto ni perezoso, se ofreció como fiador de la detenida, exigiendo al juez José Prendes Pando la inmediata puesta en libertad de su protegida con el peregrino argumento de «haberse inclinado toda su vida a ser benévolo con las mujeres».
-¡Hasta aquí podíamos llegar! – debió decirse el juez mosqueado, buscando, y encontrando, el amparo de Buenaventura Muñoz, presidente del Tribunal Supremo.
El dictador no se tomó a broma tamaño desacato. Sin vacilar un segundo, destituyó a los dos jueces: a Prendes otorgándole un nuevo destino en Albacete, y al presidente del Tribunal Supremo, jubilándolo anticipadamente.
La Caoba, su amante y protegida, quedó en libertad sin cargos.
Miguel de Unamuno, entonces vicerrector de la Universidad de Salamanca, y Rodrigo Soriano, presidente del Ateneo de Madrid, reprocharon públicamente su comportamiento. El Colegio de Abogados de la capital, emitió también una nota de protesta sumándose a ellos. Aunque ningún periódico de la época se atevió a relatar lo sucedido, como la noticia circulaba por todas partes, la censura autoimpuesta resultó ridícula.
Unamuno y Soriano fueron desterrados a la semidesértica isla de Fuerteventura, y el Ateneo de la capital fue clausurado. «El dictador ha tratado a España como a una ramera más de las que ha conocido en los burdeles», denunció Unamuno desde su exilio sin dejarse intimidar.
(Extracto. Adaptación libre)
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