Entrevistamos a Jules Boykoff, es ex-jugador de fútbol profesional e investigador especializado en los juegos olímpicos.
Empecemos por Tokio. ¿Cuál es la historia detrás de los juegos de Japón y por qué escribiste en el New York Times que deberían cancelarlos?
Porque se amparan en una doble mentira. En 2013, cuando el primer ministro Shinzō Abe se presentó ante el Comité Olímpico Internacional (COI), para convencerlo de que las olimpiadas de 2020 se realizaran en Tokio, los miembros de la institución preguntaron por Fukushima, que en 2011 había sufrido el maremoto y el accidente nuclear. Cuando el mandatario dijo que estaba todo «bajo control» el COI votó a favor de Tokio. Esa fue la primera mentira.
La segunda fue que el evento sería una «recuperación», es decir, que las olimpiadas permitirían reactivar las áreas afectadas por el desastre. Pero sucedió lo contrario. El profesor Satoko Itani de la Universidad de Kansai, me dijo que se desviaron las grúas y materiales destinados originalmente a las áreas afectadas, a las instalaciones olímpicas. Hay sospechas, bastante fundadas, de que Tokio solo logró ser elegida como sede mediante sobornos.
Por otra parte, no tiene ningún sentido celebrar un espectáculo deportivo no obligatorio en medio de una pandemia mundial. Hasta un 80% de japoneses estaban en contra de celebrar las olimpiadas en su país. Debajo del proyecto olímpico lo que se esconde es una operación económica en la que el dinero fluye hacia el COI y las élites políticas y económicas locales.
¿Cómo llegaron las olimpiadas a convertirse en una marca mundial preocupada únicamente por el lucro?
Las olimpiadas se refundaron de la mano de un aristócrata francés llamado Pierre de Coubertin. Desde el primer momento, el barón dijo que los juegos promoverían la paz, pero uno de los motivos por los que pensaba que las olimpiadas constituían una buena idea, era que endurecerían a los jóvenes para la guerra. Francia acababa de ser aplastada en la contienda franco-prusiana y de Coubertin pensaba que eso se debía a la «flojera» de la juventud.
Se suponía que las olimpiadas iban a ser una especie de demostración universal de destreza, pero las mujeres quedaron excluidas desde el inicio. El barón era un machista que afirmaba que el papel de las mujeres en las olimpiadas era colocar los laureles sobre las cabezas de los campeones.
Hubo un momento, en 1976, en que se produjo un giro en lo deportivo, que llevó a la disneyficación total de las olimpiadas. Ese año sucedieron dos cosas. Primero, las olimpiadas de verano de 1976, celebradas en Montreal, excedieron con mucho el presupuesto asignado. El alcalde de Montreal había dicho que costarían 125 millones de dólares, pero la factura terminó siendo de 1.500 millones de dólares, y tardaron 30 años en pagarla.
La otra cosa que sucedió fue que se suponía que Denver sería la sede de las olimpiadas de invierno de ese año, pero nunca se llevaron a porque muchas personas intervinieron para impedirlo. Activistas que hablaron del daño ambiental que generarían y también conservadores que no querían gastar dinero en algo que no tenía sentido. Tejieron una alianza política que aprobó una ley para que Colorado no invirtiera dinero en las olimpiadas, y como el COI sabía que sin dinero público no podía haber olimpiadas, mudaron los juegos a Insbruck, Austria.
1976 preparó el terreno para lo que sucedió en 1984 en las olimpiadas de Los Ángeles, reconocidas como el punto de inflexión de la comercialización de los juegos. Una época, la del gobierno de Reagan, en que el mundo estaba neoliberalizándose a un ritmo frenético. Entonces, Peter Ueberroth, empresario del deporte, decidió que era la ocasión para privatizar también las olimpiadas.
Los grandes magnates del capitalismo estadounidense se convirtieron en patrocinadores del evento, y el COI empezó a impulsar el programa Socios Olímpicos, que incluye actualmente a entidades, como Coca-Cola, Airbnb, Dow Chemical, Alibaba, etc. A partir de ese momento las élites utilizan las olimpiadas para rehacer las ciudades a su gusto.
¿Quién se enriquece con las olimpiadas y cómo?
El sistema olímpico mueve mucho dinero, pero siempre en la misma dirección: hacia el bolsillo de los ricos.
Empecemos por el COI, el grupo que lo supervisa. Cada vez que se hacen unas olimpiadas, el 73% de los ingresos del COI proviene de los medios de comunicación, y otro 18% de las empresas patrocinadoras. Y no hay ningún tipo de contabilidad que permita conocer a dónde va todo ese dinero. El COI es la infraestructura deportiva más grande del mundo, pero también la más opaca.
La semana pasada, la cadena de televisión NBC, anunció que obtuvo un record de ventas de publicidad por las olimpiadas de Tokio. Luego están las élites políticas y económicas locales. Las olimpiadas suponen para ellas un «capitalismo festivo», una excelente oportunidad de negocio para sus empresas. Tokio, por ejemplo, amparándose en las olimpiadas, aprobó una nueva legislación que habilita construcciones de hasta 80 metros de altura en un distrito histórico, cuando el limite anterior era de 15 metros.
El grupo que menos se beneficia del evento son los atletas. El año pasado la Universidad de Ryerson y Global Athlete compararon la National Basketball Association, la National Football League, la National Hockey League, la Major League Baseball y la Premier League de fútbol, y descubrieron que, en todas esas ligas, los jugadores perciben entre el 45% y el 60% de los ingresos, mientras que los deportistas olímpicos reciben sólo el 4,1%. El dinero no fluye realmente hacia ellos, sino hacia otras manos.
También hay gente que termina peor que antes.
Las olimpiadas no benefician en nada a los trabajadores. Lo sé porque suelo mudarme a las ciudades donde se celebran, y conozco el impacto que tiene el evento en las vidas de la gente común. Viví en Brasil en 2015 y 2016, y en Londres en 2016.
El primer problema es el gasto excesivo. Siempre se dice que las olimpiadas costarán X miles de millones de dólares, pero terminan costando bastante más. La situación se sale de control y son los contribuyentes los que terminan pagándola. Otro aspecto es el desalojo forzado de la gente de sus viviendas para dejar paso a las instalaciones olímpicas. En Beijing se desplazó a un millón y medio de personas. En Río de Janeiro, donde viví durante las olimpiadas, a 77 000 personas.
Y detrás de cada una de esas personas hay una historia. En Río vi que donde una mujer humilde solía tener su casa, ese espacio lo habían convertido en un estacionamiento para la prensa. Toda su vida destruida por algo temporal.
Los patrocinadores de las olimpiadas de Río habían prometido que el 80% del agua que desembocaba en la bahía de Guanabara sería tratada, pero ocurrió todo lo contrario, que, desde que empezaron las olimpiadas, cada día se vertieron a la bahía 169 millones de galones de aguas residuales.
Quien pierde siempre es la clase trabajadora, las personas a las que se les prometió que limpiarían y mejorarían su ciudad con los juegos. Por ejemplo, con las olimpiadas de 1966 celebradas en Atlanta, la ciudad aprovechó la ocasión para destruir las viviendas públicas.
En todas las ciudades olímpicas el precio de la vivienda termina subiendo. En Barcelona 1992 sucedió. En Londres, en los distritos cercanos a la sede de las olimpiadas de 2012, los precios de la vivienda se fueron por las nubes. De repente la gente ya no podía pagar y tenía que mudarse. Por supuesto que las olimpiadas no son la única causa, pero está claro que contribuyen a agravar todos los problemas sociales.
A las fuerzas de seguridad, se les encomienda «limpiar» la ciudad lo que implica atacar a las trabajadoras sexuales, empeorando todavía más sus condiciones de vida, y, a menudo también conlleva el maltrato a las personas sin techo. En Atlanta, el evento terminó con 9.000 detenidos.
Los alcaldes utilizan las olimpiadas como un trampolín político y luego pasan a otra cosa, legándole el desastre al que viene atrás.
La idea de que los mejores atletas del mundo compitan amistosamente para exhibir los logros más importantes del deporte, parece buena.
La Carta Olímpica contiene muchas ideas válidas. He dedicado una buena parte de mi vida a practicar deportes. No soy un académico que desprecia el deporte y conspira para arruinarlo. Pienso que hay alternativas, como los Juegos de 1920 y 1930 donde la gente participaba y se evitaban los daños asociados a las olimpiadas actuales. Desgraciadamente, en este momento, las ganancias económicas que generan no benefician a los ciudadanos, y se han convertido en una maquinaria despiadada que exprime a los trabajadores.
(Extracto. Adaptación libre)
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