En pleno auge y efervescencia del capitalismo, en el Londres de la Reina Victoria, los trabajadores pobres, sin hogar, disponían de tres opciones para pasar la noche:

  • La más barata y gratuita era hacerlo en un banco de la calle, expuestos  a las inclemencias del frío y la lluvia.
  • La intermedia consistía en descansar de pie, doblado por la cintura sobre una cuerda, por el módico precio de 2 peniques (poco más de 2 céntimos de euro). Una formar de pernoctar que Orwell describe así: los hombres se cuelgan de la cuerda como si estuvieran asomados a una valla, que un encargado, apodado sarcásticamente “el mayordomo”, corta a las cinco de la mañana. Quienes han dormido en esa postura dicen que es mejor que hacerlo en el suelo desnudo.
  • La más “lujosa” era acostarse en una suerte de ataúd de cartón por 4 peniques.

Hacia 1901 cuando Gran Bretaña era el imperio más poderoso de la tierra, sobrevivían en estas espantosas condiciones más de 8 millones de personas, el 20% de la población, como testimonia de primera mano el escritor Jack London:

«La miseria parecía inacabable. Las calles se hallaban pobladas por una raza diferente, nueva para mí, de gentes de baja estatura y aspecto alcoholizado. Cada banco de los jardines estaba ocupado por gente que dormía. En uno de ellos había una familia, el hombre estaba sentado con un bebé dormido en los brazos, la mujer dormitaba con la cabeza apoyada en el hombro del marido, y en su regazo había un muchacho amodorrado. En otro, una pordiosera se remendaba las desgarraduras de sus harapos.

Puedo asegurar que el que recorre las calles sufre y trabaja más duro que el que tiene una ocupación, y encima sin obtener nada a cambio. Pasar una noche lluviosa al raso, con las ropas mojadas, empapado hasta los huesos y con el estómago vacío, es una de las pruebas más duras que un ser humano puede soportar. Cuando una familia de campesinos expulsados de sus tierras comunales llega a Londres, por un cuartucho inmundo se les hace desembolsar un precio desorbitado, y enseguida caen en manos de quienes exprimen a los hombres hasta su última gota de sudor a cambio de unos salarios que solo alcanzan para alimentar su desesperación.

Estos hombres son caricaturas de lo que podrían ser, y sus mujeres e hijos marchan pálidos y anémicos, con los ojos ensombrecidos, los hombros caídos y el cuerpo encorvado. Bastantes de ellos, mal nutridos y destrozados por las penalidades, perecerán pronto. En cuanto a los demás… las estadísticas demuestran que uno de cada cuatro londinenses está predestinado a morir en instituciones de caridad.

En el mercado, viejos y viejas temblorosos revolvían los desperdicios arrojados al fango buscando patatas y verduras podridas, mientras los chiquillos se apiñaban como moscas alrededor de la fruta corrompida, hundiendo sus brazos en esa pasta pútrida para extraer pedazos que devoraban al instante. Los cerdos no lo hubieran hecho peor.

La suciedad y la mala comida pronto les despojan de cualquier atisbo de dignidad. Cada día van acumulando más deudas, hasta que el diablo de la bebida se apodera de ellos. Al cabo de poco tiempo, el padre está alcoholizado, la madre enferma, el hijo se ha convertido en un delincuente y las hijas se venden por las calles.  Solo en Londres, más de 300.000 familias malviven en una única habitación, amontonadas de mala manera cualquiera que sea su sexo. Hay mucha más gente que alojamientos, y se subalquilan las habitaciones. Se cocina, come, lava y duerme en una única pieza. A veces, las camas se alquilan en tres turnos; cada individuo tiene derecho a usar el mismo lecho durante 8 horas, y hasta el suelo de debajo de la cama se alquila también por el mismo sistema.

Nadie debería vivir en esos cuchitriles carentes de la más mínima intimidad e higiene. Lo malo corrompe lo bueno; todo se degrada. El hambre y la falta de techo pueden embrutecer y volver loco a cualquiera. Cuando desaparece el hogar, aparece la taberna. Y es que no se puede obligar a un hombre a trabajar como un caballo, vivir como un cerdo y esperar que desarrolle elevados ideales y aspiraciones.  Todo el sistema es una criba, la eliminación se produce de modo constante, y afecta desde el trabajador que enferma o sufre un accidente, hasta el que envejece y le fallan las fuerzas.

Los trabajos precarios de largas jornadas y sueldos míseros no les garantizan un futuro.  Si la prostitución del trabajo es lo mejor que el mundo civilizado puede aportar a la humanidad, mejor será entonces que volvamos a ir desnudos como los salvajes. Resulta mucho mejor la existencia en las cavernas y selvas que la que estas pobres gentes llevan bajo las garras del capitalismo».

Sin embargo, la fama de asesino en serie la lleva Jack el Destripador.

(Extracto. Adaptación libre)


Imágenes: strambotic.com|quien.net|all that’s interesting

Fuentes: Gentes del Abismo de Jack London, Sin blanca en París y Londres de Georges Orwell,

El “hotel” más cutre del Londres victoriano: una cuerda entre dos paredes para dormir colgado

 

 

 

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