Nací en la época de Franco, cosa de la que no tengo la culpa y de la que ya casi estoy curado, a pesar de que su gloriosa “dictablanda” nos sigue persiguiendo desde el más allá, reconvertida en una moderna “democracia de mercado” donde todo se compra y todo se vende, y en la que lo único incorrupto que nos queda es el brazo momificado de Santa Teresa.
En mi infancia fui a un colegio religioso, lo que me vacunó contra la obediencia ciega, los dogmas, las revelaciones divinas, la bondad institucionalizada y los seres superiores que mean agua bendita.
Habiendo sobrevivido a esa experiencia, no deja de asombrarme que, pese a las negativas lecciones de la historia, todavía haya adultos que sigan conservando su fe en el capitalismo, o en su adversario el comunismo, considerándolos como sistemas válidos para resolver los problemas de la humanidad.
Y es que lo que mueve este mundo no son la razón y los hechos, sino la credulidad y la fe.
La razón es el infierno de los creyentes.
Precisamente si algo demuestra el capitalismo comunista chino es que ambos sistemas no son tan diferentes como aparentan, y pueden convivir perfectamente el uno con el otro como pareja de hecho, sin casarse, ni tan siquiera enamorarse.
La verdadera batalla a librar no es de izquierda contra derecha, sino de arriba a abajo: un funcionamiento social que no ha cambiado desde los faraones acá. Porque creer en las bondades del estado, sea de bienestar, o de malestar, cuando solo es un aparato de poder al servicio de la oligarquía de turno, equivale a ponernos gentilmente en manos del verdugo, confiando que no nos haga mucho daño. Como el dentista.
No hay amo bueno, sea público o privado. Y puestos a tener una doctrina, mejor que sea de fabricación propia que adquirida, aunque te llamen iluminado, conspiranoico, visionario, o chalado. Si realismo es aceptar la putrefacción presente, mejor mudarse a otro lado.
Reconozco mi forma políticamente incorrecta de pensar, por la que algunos me han tildado de iconoclasta, pese a que no me conformo con la crítica, y propongo alternativas, tan discutibles como la que más, por supuesto, que espero algún día sean puestas a prueba y la realidad dicte sentencia.
Mientras tanto, renuncio de antemano a cualquier derecho de autor que pudiera corresponderme, incluida la salvación de mi alma.