Les confesaré algo que jamás un hombre podría contar en este espacio sin ser calificado de machista. Pasé mi infancia y primera juventud sin colaborar nunca en las tareas del hogar. Al igual que les ocurre a muchos hombres, no las veía como algo despreciable. Tampoco es que las viera como algo sin valor: literalmente, no las veía.

Mi madre se levantaba a las cinco de la mañana a ordenar, guisar, lavar la ropa. Amortiguado por las puertas cerradas, el sonido del extractor de humos o del grifo del lavadero arrullaba mi dulce despertar. A veces me preguntaba qué sería ese ruido, pero nunca me levanté a ver. Prefería imaginar que un arroyo cristalino discurría por una verde pradera mientras yo, sobre la hierba mullida, escuchaba la fresca sonoridad del agua y el susurro del viento del extractor. Por otra parte, ¿cómo podría haber sospechado que en una casa con sólo dos personas hubiera tanto que cocinar y tanta ropa que lavar?

Alrededor de las siete me levantaba y, en los segundos que duraba mi bostezo frente a la ventana, ocurría un fenómeno casi paranormal: al volver la cabeza, la cama estaba hecha. Mi madre era rápida, eficaz y muy competitiva (“cuando tú vas, yo vuelvo”). De modo que hasta los dieciocho años yo no había visto nunca una cama deshecha salvo en las películas. Tampoco la veía hacer la comida ni ninguna de esas tareas que ejecutaba en secreto a horas intempestivas, pues a las ocho se iba al trabajo y no volvía hasta la noche. ­Jamás pidió mi colaboración, y creo que nunca la quiso. “Tú a estudiar”, me dijo un par de veces que le ofrecí mi ayuda. Nunca me sentí culpable de mi falta de colaboración.

A los dieciocho años me fui a vivir sola y me di cuenta de que incluso una pequeña habitación de estudiante puede llenarse rápidamente de libros y de ropa en desorden y convertirse en un monstruo que cobra vida propia y se abalanza sobre ti. Mi predisposición a realizar las tareas del hogar no aumentó, pero por primera vez me vi obligada a actuar o hundirme en la ­miseria, además de estudiar.

Me esforcé por ­adaptarme al caos para seguir con mis lecturas sin interrupción. Justo ese año, el año en que mi habitación me atacó, andaba leyendo con gusto a Proust (varón que ­escribió toda su obra porque jamás ­tuvo que enfrentarse a una tarea doméstica). Por obligación académica leía a Adam Smith, gracias al cual descubrí que a lo que hacía mi madre de madrugada se le llamaba “trabajo improductivo”, mientras que el trabajo remunerado era el “trabajo productivo”. Resultó que también Adam Smith ­tuvo una madre que hizo toda la vida un montón de trabajo improductivo para que él pudiera dedicarse al trabajo productivo y pasar a la historia como “el padre de la economía moderna”.

En fin, mi vida prosiguió, y como no era ni Proust ni Adam Smith, aprendí a cocinar, a coser y a planchar y a dedicar parte de mi tiempo a cuidar enfermos, niños y ancianos. Pero ese año empecé a tener claro que la mayoría de las mujeres del mundo asumen una carga desproporcionada de trabajo no remunerado y que si yo podía permitirme otra cosa era precisamente porque alguien había realizado por mí durante muchos años esas tareas no pagadas.

Está claro que no todas las mujeres que se autoexplotan con las tareas del hogar lo hacen por gusto, por no hablar de las que son explotadas sin derecho a réplica. Tengo clarísimo que el trabajo improductivo de la madre del padre de la economía moderna tiene tanto valor, si no más, que el de su hijo Adam.

Por eso me pareció una idea genial la llamada a la huelga dirigida a asistentas, cuidadoras y amas de casa. Por un momento, tuve una visión: al día siguiente de ella, todos los periódicos se ocuparían de las decenas de tragedias ocurridas en el transcurso de la misma: maridos con hipoglucemia por no haber comido a tiempo, mujeres golpeadas por no contentar al maltratador de turno, ancianos abandonados en su silla de ruedas, niños extraviados a la salida del cole… ¡dios mío, nadie desea eso!

Pero si la convocatoria (por cierto, bastante confusa) hubiera sido más precisa, y si además todas esas mujeres la hubieran secundado de verdad, esto es lo que hubiera ocurrido: una revolución en toda regla. Trágica, cruenta, como tantas otras revoluciones, pero la consideración del trabajo doméstico, el “improductivo”, nunca hubiera vuelto a ser la misma, ni el machismo tampoco.

(Extracto. Adaptación libre)


Imagen: Trucocasa|Pymex.com

Fuente: http://www.lavanguardia.com/opinion/20180308/441345181375/habitacion-propia.html

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