No hay nada más parecido a un obrero de derechas que un independentista de izquierdas, ni nada más obsceno que sustituir las clases sociales por clases nacionales, haciendo política con la identidad y el origen de pertenencia. Como si alguien fuera responsable del lugar donde ha nacido o eso tuviera algún mérito.
Que el Mercado sea libre, no implica que los humanos lo sean también, sino que la explotación tiene que ser libre, sin reglas, ya que «la mayor riqueza es poseer una multitud de pobres laboriosos, porque de ellos se derivan todas las comodidades y bienes».
Las bondades de los nacionalismos se me escapan; representan la antítesis del espíritu solidario, la forma más baja y primaria de egoísmo colectivo.
Bajo sus bonitos discursos se ocultan los intereses más mezquinos. Todos, sean del signo que sean, utilizan los vínculos que se crean espontáneamente, los legítimos sentimientos de apego a la tierra, a las raíces, a los lugares, personas y costumbres que nos resultan familiares para sembrar la discordia y, en situaciones extremas, arrastrarnos a la guerra.
Dejemos de defender territorios y empezemos a defender personas. Nos irá mejor.
La explotación es la esencia de la violencia. El trabajador no solo debe recibir un salario justo, sino que su tarea no puede ser un oficio de esclavos. La no-violencia no consiste en someterse servilmente a la voluntad del tirano, sino al contrario, en oponerse a sus abusos con toda energía.
El egoísmo atiende a la supervivencia del individuo y sus intereses particulares, en tanto que la solidaridad responde a la supervivencia del grupo y sus intereses generales.
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